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El perdido gozo de la ducha

  • Foto del escritor: Carlos Navarro
    Carlos Navarro
  • 27 mar 2023
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 31 mar

Era una pequeña reunión familiar, de esas de las que no esperas nada extraordinario, o por lo menos nada fuera de lo común. Pero la conversación, como la vida misma, toma con frecuencia caminos inesperados.

 

Por algún indeterminado motivo, surgió el tema de las enfermedades. Uno podría pasar largas sesiones familiares hablando únicamente de esos detalles de ausencia de salud: desde el pequeño malestar en la pierna, pasando por la inflamación del estómago o el desarreglo en la piel, hasta la diabetes, la temida necesidad de someterse a recurrentes sesiones de diálisis, o aun el cáncer.

 

Me quedaré con este último caso, el cáncer. Resulta que un conocido nuestro había sido diagnosticado con alguna forma de esta terrible enfermedad. Una de sus hermanas comentaba la forma en que él había descubierto un inesperado nuevo aprecio por actividades y eventos que apenas si había notado antes del diagnóstico del cáncer. En la lista estaban, por supuesto, el no tener que lidiar con el doloroso tratamiento; el no verse obligado a ver los rostros de preocupación y desasosiego de sus familiares y amigos; aparecía también esa previa libertad e independencia para actuar, moverse y relacionarse con los demás.

 

Un elemento – que de entrada parecía irrelevante – llamó mucho mi atención en la lúgubre lista presentada: el perdido gozo de la ducha. Explicaba la hermana referida que su hermano solía decirle que una de las actividades que más extrañaba a raíz del inicio de su padecimiento, y sobre todo desde que se vio obligado a usar una silla de ruedas, era mantenerse de pie abajo del chorro de agua de la ducha. Me encontré maravillado de lo mucho que me sorprendió esta afirmación que incluía palabras sencillas pero claves: "de pie", "chorro", "agua", "ducha". Cuántas veces en nuestra ajetreada y moderna vida diaria ni siquiera percibimos lo maravilloso de algunas de esas actividades que consideramos "ordinarias, quita-tiempo y obligadas".


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En un sinnúmero de ocasiones, desde que escuché esa reflexión poco filosófica pero rotundamente profunda, he disfrutado la ducha diaria a un grado inesperado. Me bastó escuchar acerca de la sola posibilidad de ver ese deleite perdido para valorarlo de nuevo en su justa dimensión, para reaprehenderlo. Es algo parecido a cuando hay un apagón después del anochecer y nos quedamos no sólo extraviados en la oscuridad sino también invadidos por un renovado afecto por nuestros modernos y complejos sistemas eléctricos, los cuales advertimos únicamente cuando están ausentes. En nuestro esfuerzo por encontrar y encender esa vela o esa lámpara "que debería estar ya lista para la emergencia", caemos en la cuenta de lo difícil que sería nuestra vida sin la maravilla y la simpleza de encender una luz eléctrica.

 

Al escuchar la nostalgia de aquel caballero por dar un paso al frente y sentir el agua correr sobre su cuerpo, de pie, descubro lo gratificante que pueden ser muchas de nuestras rutinas diarias. Estos pensamientos me llevan a la relevancia de empezar a gozar lo que hoy podemos disfrutar – diabéticos o no – por si acaso lo vemos perdido, por el motivo que sea.

 

Nuestra realidad como "sujetos diabéticos" con frecuencia apunta más incisivamente a esa posibilidad en el futuro. No quiero sonar catastrofista pero emparejado a una posible diálisis rutinaria, la pérdida gradual de la vista, o daños irremediables al riñón o al hígado, aparece también la posibilidad real de ver desaparecer "el gozo de la ducha". No se lo deseo a nadie, y menos a mis colegas diabéticos.


 
 
 

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